En las alturas de los Andes y los valles profundos de Bolivia, las mujeres han tejido no solo telas de colores vivos, sino también los hilos de una historia política marcada por la resistencia y la transformación. No es casualidad que en un país de revoluciones y luchas, ellas hayan sido las voces silenciadas que, al alzarse, cambiaron el rumbo de la nación.
Desde las «mujeres de pollera» que marcharon en 1952 exigiendo justicia social, hasta las esposas de mineros que enfrentaron tanques con hambre y dignidad en los oscuros años de dictadura, la mujer boliviana ha demostrado que el poder no siempre viste de traje ni se sienta en oficinas. Domitila Barrios de Chungara, con su palabra afilada y su coraje, nos enseñó que la política no es solo de elites, sino de quienes cargan el peso de la tierra en sus espaldas.
Hoy, Bolivia ostenta una Asamblea Legislativa donde las mujeres ocupan casi la mitad de los escaños, un reflejo de la paridad que la Constitución de 2009 consagró, pero que ellas ganaron con siglos de lucha. Sin embargo, las líderes indígenas encarnan una nueva generación que no solo reclama un asiento en la mesa, sino que redefine las reglas del juego. Incluso en la tormenta política de 2019, Jeanine Áñez, con sus contradicciones, mostró que las mujeres pueden tomar el timón en medio del caos.
El aporte político de la mujer boliviana no se mide solo en votos o cargos, sino en su capacidad de tejer puentes entre lo ancestral y lo moderno, entre la lucha colectiva y la visión de un Estado plurinacional. Son ellas quienes han dado rostro humano a la política, recordándonos que el poder, como la vida, florece donde hay resistencia y esperanza. En este 8 de marzo, celebrarlas es reconocer que Bolivia no sería lo que es sin sus manos firmes y sus voces indomables.
Redaccion central análisis