Vie. Abr 18th, 2025

¿Inmiscuirse o alzar la voz? La delgada línea entre soberanía y responsabilidad global

La resolución del Senado español condenando la persecución política en Bolivia reabre un dilema global: ¿hasta dónde llega la soberanía de un país y cuándo la comunidad internacional tiene el deber de denunciar violaciones a los derechos humanos? Mientras unos ven en esta declaración un acto de solidaridad democrática, otros la interpretan como una injerencia en asuntos internos. En un mundo interconectado, el desafío no es solo intervenir o callar, sino encontrar un equilibrio entre la autodeterminación y la responsabilidad internacional.

El 19 de febrero de 2025, el Senado español aprobó una resolución que condena la persecución política en Bolivia y exige la liberación de presos políticos, un acto que Javier El-Hage, de la Fundación Human Rights, calificó como un posible catalizador para que otras democracias europeas sigan el ejemplo. Este gesto simbólico ha reavivado un debate tan antiguo como el derecho internacional: ¿tienen los Estados el derecho, o incluso el deber, de intervenir en los asuntos de otras naciones cuando se perciben violaciones a los derechos humanos? ¿O debería prevalecer el principio de autodeterminación, dejando a cada país definir su propio destino sin injerencias externas?

Javier El Hage representante de Human Rights

La soberanía nacional, piedra angular del orden internacional desde la Paz de Westfalia en 1648, defiende que cada Estado tiene autonomía absoluta sobre sus asuntos internos. Bajo esta lógica, la resolución española podría interpretarse como una intromisión ilegítima. Bolivia, como nación soberana, tiene el derecho de gestionar su sistema judicial y político sin que un país extranjero, como España, emita juicios o demandas. Este argumento resuena con quienes ven en estas acciones ecos de un pasado colonial, donde potencias externas imponían sus valores bajo pretextos morales. Si «cada quien define su destino», como reza el sentido común, entonces las declaraciones del Senado español podrían considerarse una extralimitación, por más simbólicas que sean.

Sin embargo, el mundo actual desafía la idea de un destino nacional aislado. La globalización y los tratados internacionales han tejido una red de interdependencia que dificulta ignorar las crisis internas de un país cuando estas trascienden fronteras, ya sea por migración, inestabilidad regional o precedentes autoritarios. Desde esta perspectiva, la responsabilidad internacional emerge como un contrapeso ético: si se violan derechos fundamentales —como la libertad de expresión o el debido proceso en el caso boliviano—, las democracias tienen una obligación moral de alzar la voz. La resolución española no impone sanciones ni invade soberanía con acciones concretas; se limita a visibilizar y presionar, un acto que sus defensores podrían calificar de solidaridad más que de injerencia.

Históricamente, este dilema ha generado resultados contradictorios. La no intervención en el genocidio de Ruanda en 1994 dejó un legado de arrepentimiento global, mientras que la invasión de Irak en 2003, justificada en parte por motivos humanitarios, desató caos y cuestionamientos sobre la legitimidad de tales intervenciones. En Bolivia, el caso es menos extremo: no hay tropas ni ultimátums, solo palabras. Pero incluso las palabras plantean la pregunta: ¿dónde termina la denuncia legítima y comienza la intromisión?

El equilibrio entre ambos principios sigue siendo esquivo. La resolución del Senado español no cruza del todo la línea de la soberanía, pero sí interpela el destino que Bolivia se está forjando. Se puede respetar que un país alce la voz sobre otro, como un ejercicio de libertad y diálogo global, sin que ello signifique compartir o aceptar su postura. Quizá la clave no esté en prohibir tales comentarios, sino en reconocer que opinar no equivale a imponer. En un mundo interconectado, el desafío es permitir que las fronteras sean respetadas sin que la humanidad quede silenciada por ellas.

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