Estos carnavales quién los inventaria, desde Oruro hasta Santa Cruz, el país se viste de fiesta: trajes que brillan como joyas, danzantes que parecen no cansarse nunca y una energía que te arrastra aunque solo vengas a mirar. El Carnaval de Oruro, con su Diablada y su devoción a la Virgen del Socavón, es un torbellino de fe y tradición; en Santa Cruz, las comparsas tropicales te envuelven en un calor que no solo viene del sol. Cochabamba pronto te recibirá con su Corso de Corsos, y en Tarija, el espíritu chapaco hace sentir el carnaval como un abrazo familiar.
Pero mientras los tambores retumban y la espuma vuela, hay algo que no se puede ignorar: detrás de los colores y las máscaras, Bolivia baila sobre un suelo lleno de grietas. La pobreza asoma en las esquinas, en los rostros de los danzantes que han ahorrado un año entero para lucir sus trajes, en las calles que no descansan de la lucha diaria. El carnaval es un escape, una pausa gloriosa donde la gente se sumerge para olvidar, aunque sea por unos días, una realidad confusa que espera al otro lado del alba.

Y luego están ellos: los políticos. Como si fueran parte del elenco, aparecen con su artillería verbal, aprovechando cada tarima para prometer que la crisis tiene solución. Bailan (o lo intentan), cantan (aunque no afinen), y sueltan discursos que chocan con el ritmo de la Morenada. En Oruro se pudo observar a uno treparse a un carro alegórico, mientras la multitud seguía más pendiente de los diablos que de sus palabras. En Santa Cruz, otro se mezcló entre las comparsas, sudando bajo un sombrero que no le quedaba, buscando aplausos que no siempre llegaron. Es un juego arriesgado: el carnaval es del pueblo, y la gente sabe cuándo el disfraz es solo eso, un disfraz.
Aquí, entre la alegría y las sombras, el carnaval boliviano no solo celebra; también refleja. Es un grito de identidad, un respiro en la tormenta, pero también un recordatorio de lo que queda por hacer. Cuando la música se apague y las serpentinas caigan, la realidad seguirá ahí, tan terca como siempre. Y sin embargo, en este caos hermoso, hay algo que no se rompe: la fuerza de un pueblo que, aunque sea por unos días, elige bailar.
Redacción central
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