Durante el ciclo dorado de 2006 a 2014, Bolivia vivió una era de «vacas gordas». Las exportaciones de gas superaban los $6.000 millones anuales y las reservas internacionales treparon hasta los $15.000 millones. Era el momento ideal para construir un colchón financiero, diversificar la economía y preparar al país para tiempos difíciles. Pero nada de eso ocurrió.
Hoy, las reservas han caído por debajo de los $2.000 millones y la escasez de dólares ahoga a importadores, empresas y ciudadanos. La economía boliviana se tambalea con un déficit fiscal del 8,5% del PIB y un mercado negro de divisas que refleja la pérdida de confianza en la moneda local. El Estado, lejos de anticiparse, ignoró las señales. La lección es clara: los buenos tiempos no duran para siempre, y no prepararse tiene consecuencias.
Luis Arce, entonces ministro de Economía y hoy presidente, fue el arquitecto del llamado «milagro económico» del MAS. Sin embargo, su gestión al mando del país ha mostrado que la experiencia académica no siempre se traduce en visión política. Las cifras eran claras: una economía dependiente del gas (que representaba el 50% de las exportaciones), un gasto público creciente (del 28% al 40% del PIB) y una inversión privada estancada. El gobierno prefirió aferrarse a proyecciones optimistas, ignorando los riesgos estructurales.
La historia boliviana no es nueva: ciclos de abundancia seguidos de crisis. A diferencia de países como Chile o Noruega, que crearon fondos soberanos con parte de sus ingresos extraordinarios (el primero con $20.000 millones, el segundo con $1,4 billones), Bolivia gastó casi todo en burocracia y subsidios. Si apenas el 20% del boom gasífero se hubiera ahorrado, hoy el país tendría entre $5.000 y $6.000 millones para enfrentar esta tormenta económica.
Una posible salida está en la institucionalización del análisis estadístico riguroso como herramienta de gobernanza. No basta con recolectar datos: se necesita usarlos para proyectar escenarios y tomar decisiones responsables. Un consejo fiscal independiente, que vigile indicadores clave como reservas, deuda y exportaciones en tiempo real, podría evitar que los gobiernos maquillen cifras o subestimen amenazas.
Esto requeriría una transformación profunda del Instituto Nacional de Estadística (INE), actualmente cuestionado por su falta de autonomía y transparencia. Las cifras no mienten, pero en Bolivia rara vez se las escucha.
El futuro podría ofrecer una nueva oportunidad. El litio, con reservas que colocan al país entre los líderes mundiales, podría convertirse en el próximo boom. Pero esta vez, el país debe actuar con inteligencia. Asignar un porcentaje fijo de los ingresos a un fondo de estabilización permitiría resistir futuras crisis. Modelos econométricos que simulen choques externos, sequías o caídas de precios podrían guiar políticas preventivas. Es una apuesta por la prudencia en un país acostumbrado a vivir al día.
En este contexto, Jaime Dunn, economista formado en Harvard y con experiencia en Wall Street, se perfila como un actor político disruptivo en las elecciones de 2025. Su propuesta de reducir el tamaño del Estado y fomentar la inversión privada sugiere una visión de largo plazo, basada en eficiencia y responsabilidad. Pero su desafío no es solo técnico. Deberá convencer a una población habituada a subsidios inmediatos y a un Congreso fragmentado de que el ahorro es más urgente que el gasto populista.
El mayor obstáculo sigue siendo político. En una economía donde el 60% es informal y las instituciones están erosionadas por la corrupción, cualquier intento de imponer disciplina tropieza con la realidad. La brecha entre el tipo de cambio oficial (6,96 Bs/USD) y el paralelo (por encima de 12 Bs/USD) no es solo un dato financiero: es un síntoma de desconfianza sistémica.
Y aun si se lograra construir una arquitectura estadística permanente, esta tendría un enemigo silencioso: la mala calidad de los datos. Sin una reforma seria del INE y una cultura de transparencia, las proyecciones seguirán siendo ejercicios de fe. Aquí el periodismo puede jugar un papel clave: exigiendo cuentas, verificando cifras y recordando que los números no son adornos, sino brújulas para sobrevivir.
Bolivia no puede permitirse repetir el mismo libreto: gastar todo en tiempos de bonanza y lamentarse en los de crisis. Institucionalizar el ahorro, mejorar la calidad estadística y priorizar la planificación a largo plazo son decisiones urgentes. El próximo boom —litio, agroindustria u otro— será la prueba definitiva. La gran pregunta es si esta vez habrá alguien dispuesto a escuchar las señales antes de que sea demasiado tarde.
Redacción central análisis