El cuerpo sin vida de Francisco Marupa fue hallado el 12 de febrero en su chaco, con signos de violencia extrema. Su asesinato no solo ha conmocionado a su comunidad, sino que también ha puesto en evidencia el aumento de la violencia en la Amazonía boliviana, donde las amenazas y ataques contra defensores del territorio se han intensificado. Organizaciones indígenas apuntan a la presencia de actores vinculados a la minería ilegal y al narcotráfico, sectores que han expandido su influencia en la región del Madidi.
Paralelamente, el avance del proyecto hidroeléctrico El Bala-Chepete de ENDE ha generado incertidumbre en las comunidades indígenas y ambientalistas. La empresa estatal asegura que el impacto será mínimo, pero estudios independientes advierten sobre inundaciones masivas, desplazamiento de comunidades y afectaciones irreversibles a la biodiversidad. Además, la falta de consulta previa ha sido motivo de críticas, ya que vulnera derechos reconocidos en la Constitución y tratados internacionales.
A esta preocupación se suma la reciente denuncia sobre la intervención de ENDE en el Santuario de Passiflora, un área de alta biodiversidad en la Amazonía paceña. Activistas han documentado tala de árboles y alteraciones en el hábitat natural sin los permisos adecuados, lo que refuerza el temor de que los proyectos hidroeléctricos avancen sin una evaluación real del impacto ambiental y social.
El asesinato de Marupa y la presión sobre el Madidi reflejan un conflicto más profundo entre el desarrollo impulsado por el Estado y la conservación de los territorios indígenas. Mientras el Gobierno busca avanzar en la explotación de recursos naturales para generar ingresos y energía, las comunidades defienden su derecho a la autodeterminación y la protección de sus tierras. El desenlace de esta disputa definirá el futuro de uno de los ecosistemas más ricos del planeta y el destino de quienes lo habitan.
Redaccion central y agencias
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