Las protestas programadas en Oruro y Santa Cruz son un claro indicativo de la profunda preocupación que embarga a diversos sectores de la sociedad boliviana frente a la actual crisis económica. La falta de dólares y el desabastecimiento de combustible no solo afectan la vida cotidiana de los ciudadanos, sino que también tienen un impacto directo en la estabilidad política del país.
En Santa Cruz, el denominado «anillazo», programado para el martes 26 de noviembre, es una estrategia de presión significativa. Al bloquear el segundo anillo de la ciudad, los manifestantes buscan visibilizar su descontento de manera contundente y captar la atención de las autoridades. Este tipo de protestas en una región que tradicionalmente ha sido un bastión económico y político, añade una capa adicional de complejidad al escenario actual.
Por su parte, en Oruro, las marchas que comenzarán el lunes a las 09:00, reflejan una movilización más amplia y diversa. La participación de gremiales, juntas vecinales y comerciantes indica que el descontento no se limita a un sector específico, sino que es transversal a toda la sociedad. Esta diversidad en la base de apoyo puede fortalecer la legitimidad de las protestas y aumentar la presión sobre el gobierno.
El incremento de precios en la canasta familiar y los servicios esenciales exacerba la percepción de crisis entre la población, generando un clima de inestabilidad que puede derivar en un mayor desgaste para el gobierno si no se abordan las demandas de manera efectiva. En este contexto, las autoridades se enfrentan a un dilema complejo: equilibrar la respuesta a las demandas sociales con la necesidad de mantener la estabilidad económica y política del país.
Las marchas y protestas en Bolivia no son fenómenos aislados, sino que forman parte de un patrón recurrente en la dinámica política del país. La capacidad del gobierno para gestionar estas demandas y negociar con los distintos actores sociales será crucial para evitar un escalamiento de la tensión y posibles conflictos mayores.